Alba era una pequeña niña de un año con el pelo castaño y cortito. Le gustaba que el viento le diera en la cara y así levantara su flequillo.
Con la frente aún despejada (los cabellos cortados perfectamente rectos danzaban por encima de su cabeza), se volvía y me sonreía. Se reía con una sonrisa llena de dientecillos desparejados: parecía que sus padres hubieran cogido un puñado de dientes y se los hubiesen echado a la boca. Sus mejillas se llenaban y sus ojillos brillaban.
Luego venía otra ráfaga y rompía a carcajadas.