Echo de menos a los pájaros. Desde que me vine a vivir aquí ya no les oigo por las mañanas. No sé si es porque no me levanto lo suficientemente temprano para oírlos o porque los coches los asustan. No les gustará esto. No creo que a los gorriones les gusten los contenedores. Sólo hay palomas en esta ciudad. Palomas sucias, que sobrevuelan por encima de tu cabeza, y bajan a la acera para comerse los granos de arroz de algún paquete que se rompió en la puerta del Mercadona.
Me compré una planta ornamental en un mercadillo. No aguantó más de una semana. Estaba pocha, las flores se habían secado. A los diez días en la tierra habían salido motas blancas. Un hongo se la había comido.
En la zona donde vivía antes, mientras andaba me encontraba pequeños mirlos por el camino. Se escondían entre la hierba y al remover la hojarasca, juguetones, oías el ruidito de sus patitas rascar la tierra en busca de semillas e insectos.
Anhelo la brisa fresca.