miércoles, 28 de enero de 2015

Los microorganismos de las aguas II - Las bacterias púrpuras del azufre


Foto de mi querido Adrián Vallesa, autor de "La moral relacionada con la metafísica".

Por fin llegaron a Huelva. El deseo de Andrea por visitar el río Tinto había a arrastrado a Antonio, quien accedió sólo por acompañarla. El viaje en autobús desde Santiago había sido agotador, pero merecía la pena para ver lo ilusionada que estaba ella: las puntas de su pelo rubio, que asomaban por debajo de su gorro mostaza de lana, le acariciaban las mejillas, hinchadas por la radiante sonrisa.

Caminando por el monte de camino al río, Andrea le repitió una y otra vez que echase muchas fotos. Antonio asentía sin decir nada, con la Canon colgada por la correa y apoyada sobre sus brazos cruzados (así no le pesaba tanto).

Andrea se paró de repente. Ya veían las aguas rojizas con reflejos purpúreos. Era impresionante. Parecía que las rocas se habían teñido de naranja por el contacto del agua, que fluía a buena velocidad.

Antonio se quedó maravillado. Se volvió a Andrea, para agradecerle por traerlo a aquel paraíso color vino. Pero no pudo decir nada, los ojos de Andrea estaban fijos en el río. A punto de derramársele las lágrimas, le brillaban los ojos con un tono rojizo. 

Entonces se acordó de una clase con su maestro de Ciencias Naturales, hace por lo menos treinta años ya,  en la que explicó que existían unas bacterias, las sulfobacterias fotosintéticas, con esta coloración tan peculiar.



Los mircroorganismos de las aguas I - Los actinomicetos

Beatriz, con su gorro de lana color cereza, sus leggins grises y sus botas de montaña verdes, caminaba por el bosque. Iba concentrada en el ruido que hacían las tirillas de la cremallera de su mochila negra al entrechocarse. 

Había salido de su casa en cuanto paró de llover. El olor a pino era maravilloso y el silencio la relajaba. Le gustaba tocar las hojas de los árboles y que se le mojaran las palmas de las manos. Se les habían congelado, así que las metió en los bolsillos de la parka. Sus pisadas removían la tierra, y ascendía hasta ella el aroma tan particular de la geosmina, a tierra húmeda.

Había aprendido de sus libros de Microbiología, Botánica y Micología que las geosminas las producían los estreptomicetos. Ella se los imaginaba entre el barro; grupos de millones de bacterias, como si se hubiesen reunido para celebrar una fiesta; todos muy alargados, como si fuesen cadenas de bolitas de algodón, de color blanco azulado.

Le gustaría poder cultivarlos en su casa. Despejaría la habitación que sólo usaban para meter trastos en casa e instalaría allí sus placas para obtener antibióticos de los estreptomicetos. 

Llegó hasta su rincón del bosque, donde había una gran roca cubierta de musgo. Se sentó allí a descansar y aspiró, cerrando los ojos, aquel aire fresco. 


Colonia de Streptomyces coelicolor


Micrografía electrónica del mismo actinomiceto.