Había salido de su casa en cuanto paró de llover. El olor a pino era maravilloso y el silencio la relajaba. Le gustaba tocar las hojas de los árboles y que se le mojaran las palmas de las manos. Se les habían congelado, así que las metió en los bolsillos de la parka. Sus pisadas removían la tierra, y ascendía hasta ella el aroma tan particular de la geosmina, a tierra húmeda.
Había aprendido de sus libros de Microbiología, Botánica y Micología que las geosminas las producían los estreptomicetos. Ella se los imaginaba entre el barro; grupos de millones de bacterias, como si se hubiesen reunido para celebrar una fiesta; todos muy alargados, como si fuesen cadenas de bolitas de algodón, de color blanco azulado.
Le gustaría poder cultivarlos en su casa. Despejaría la habitación que sólo usaban para meter trastos en casa e instalaría allí sus placas para obtener antibióticos de los estreptomicetos.
Llegó hasta su rincón del bosque, donde había una gran roca cubierta de musgo. Se sentó allí a descansar y aspiró, cerrando los ojos, aquel aire fresco.
Colonia de Streptomyces coelicolor
Micrografía electrónica del mismo actinomiceto.
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