Querida abuela.
Me has enseñado tantas cosas que no creo que seas mi abuela, creo que eres mi madre. Esta semana cociné albóndigas, tal y como cuando me llamabas para que fuera a tu casa a ayudarte a hacer las bolas de masa. Porque decías que era la mejor haciéndolas, que eran todas muy redondas y del mismo tamaño. Sigo cosiendo, con el hilo doble y usando un punto y atrás, para que mis costuras queden fuertes y no se tuerzan. Gracias por mandarme una manta, siendo aún septiembre. Pero, por favor, abuela, no me vuelvas a soltar esa mentira piadosa de que mi gato Michi se fue con su familia de gatos cuando en verdad lo atropelló un coche. Y espero que no tengas razón sobre Antonio, que por ahora parece un buen chico y no estoy aún preparada para una nueva ruptura.
Abuela, ahora que ya no soy una niña, tengo que decirte algo. No me da miedo envejecer por el paso de los años. Lo que
realmente me asusta, ya que se trata de un proceso imparable y
de un avance mordaz y cruel, es la degeneración. La degeneración del
cuerpo, saber que progresivamente me será más difícil levantarme,
caminar... Y la degeneración de la mente. Esa es la más horrorosa. ¿Cómo
puede un solo órgano controlarlo absolutamente todo? ¿Incluso mi propia
existencia? Cuando llegue el momento, ¿seré acaso consciente, en algún
grado, de que mi mente ya no es clara? Espero que no. Espero no estar al
tanto de mi propia demencia. Esto no me lo habías enseñado. Yo creía que nuestra piel se arrugaba y nos moríamos y ya está. Que después, si acaso, lo que cada uno quisiese creer. No estaba preparada para verte decaer.
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