Cuando como mermelada de melocotón y le paso la lengua al tarrito de plástico blanco que te sirven en los bares me siento como un perrito que lame su cacharro de comida mientras mueve el rabo diciendo “qué bueno” con cara de satisfacción.
Será por ese color naranja, los trocitos dulces de melocotón, la frescura de ese sabor tan característico… no lo sé.
Sólo estoy segura de que esas dosis de mermelada son como caramelos. Son peores que las gominolas, peores que las fresas con nata. Son un trozito de cielo naranja heterogéneo que han envasado en porciones y que todavía saboreo.
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