miércoles, 9 de julio de 2014

Vestido de té verde y el pájaro del pecho rojo


 Durmió en bragas y al amanecer la piel de sus lunas parecía aterciopelada con la brisa fresca. Por la ventana entraba una luz clara. El pueblo quedaba semioculto por la niebla. Roberta, la del único pelo, la de una sola cara, la de la misma lengua callada, yacía en su cama. Permanecía en silencio oyendo a las golondrinas chillar. Triste, como una noche sin estrellas o como la soledad.
Roberta se puso el brazo sobre los pechos y se incorporó. Se miró los pies, largos, de dedos pequeños y con las uñas pintadas de azul oscuro. Después observó sus tobillos. Se masajeó el hueso, redondo. Tenía las piernas entumecidas.
Notaba cómo las puntas del pelo le acariciaban la espalda, entre los omoplatos. Con la mano que tenía libre, se echó la melena hacia delante por el lado derecho. Cogió varias puntas y se las puso delante de los ojos. En la muñeca de la mano con la que se acariciaba el cabello llevaba un coletero. La goma era negra e iba trenzada. Un gran aplique plateado la cerraba. Soltó el brazo con el que se tapaba el busto y peinándose con los dedos, se recogió el pelo en una cola de caballo.
Por fin, se levantó de la cama. Fue al armario y sacó un fino vestido de gasa verde mar. Se lo metió por la cabeza y pasó las palmas por los bajos para quitar las arrugas del tejido.
En la cocina, llenó una tacita con agua caliente de la cafetera y puso en ella un sobre de té de moras. Cogió el platito a juego y llevó el té en la palma de la mano izquierda, dándole sorbitos levantando la taza con el índice metido en el asa.
Al cruzar el pasillo, oyó un piar un poco alto que provenía de su habitación. Se asomó desde el umbral de la puerta y encontró a una pequeña golondrina posada en el alféizar. La cría de golondrina tenía un plumaje de un azul muy intenso, decorado por la papada carmesí y la barriga blanca. Pió de nuevo y dio saltitos por el alféizar, metiéndose en la habitación.
Roberta se apresuró hacia la ventana, para que el pájaro no entrase. La golondrina se asustó y en vez de salir volando hacia la calle, entró pasando por encima de la cabeza de la muchacha. Ella se sobresaltó y se llevó las manos a la cabeza dejando caer al suelo el té. El platillo se desportilló y la taza rodó por la alfombra, vertiendo el líquido aromático y violáceo. El pájaro voló por la habitación enloquecido, dejando caer plumas por todo el cuarto, hasta que chocó con la lámpara y cayó a un lado de la cama.
Roberta, con el corazón a mil, esperó unos segundos mientras se recuperaba del asombro y, a gatas, rodeó la cama hasta donde el pajarillo yacía boca arriba y con las alas abiertas. Aún estaba vivo y su pecho subía y bajaba con velocidad. Lo cogió por las patitas y lo llevó hasta la ventana.
No sabía qué hacer con él. Lo más probable era que se moriría, mas no podía dejarlo caer porque acabaría siendo comida para los gatos. Tampoco le parecía bien tirarlo a la basura. ¡Qué degradante!
Volvió la mirada a donde se había caído la taza. La recogió. Todavía quedaba un poco de té y los posos. Estaba frío. Observó con pena al pájaro por última vez y le echó encima el líquido de moras. El gorrión se quejó un poco al notar que lo mojaban. Roberta esperó dos minutos. El pajarillo, poco a poco, fue recuperándose. Cuando estuvo más espabilado, echó a volar y se marchó.


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