Durmió
en bragas y al amanecer la piel de sus lunas parecía aterciopelada
con la brisa fresca. Por la ventana entraba una luz clara. El pueblo
quedaba semioculto por
la niebla. Roberta, la del único pelo, la de una sola cara, la de la
misma lengua callada, yacía en su cama. Permanecía en silencio
oyendo a las golondrinas chillar. Triste, como una noche sin
estrellas o como la soledad.
Roberta
se puso el brazo sobre los pechos y se incorporó. Se miró los pies,
largos, de dedos pequeños y con las uñas pintadas de azul oscuro.
Después observó sus tobillos. Se masajeó el hueso, redondo. Tenía
las piernas entumecidas.
Notaba
cómo las puntas del pelo le acariciaban la espalda, entre los
omoplatos. Con la mano que tenía libre, se echó la melena hacia
delante por el lado derecho. Cogió varias puntas y se las puso
delante de los ojos. En la muñeca de la mano con la que se acariciaba el
cabello
llevaba un coletero. La goma era negra e iba trenzada. Un gran
aplique plateado la cerraba. Soltó el brazo con el que se tapaba el
busto y peinándose con los dedos, se recogió el pelo en una cola de
caballo.
Por
fin, se levantó de la cama. Fue al armario y sacó un fino vestido
de gasa verde mar. Se lo metió por la cabeza y pasó las palmas por
los bajos para quitar las arrugas del tejido.
En
la cocina, llenó una tacita con agua caliente de la cafetera y puso
en ella un sobre de té de moras. Cogió el platito a juego y llevó
el té en la palma de la mano izquierda, dándole
sorbitos levantando la taza con el índice metido en el asa.
Al
cruzar el pasillo, oyó un piar un poco alto que provenía de su
habitación. Se asomó desde el umbral de la puerta y encontró a
una pequeña golondrina posada en el alféizar. La cría de
golondrina tenía un plumaje de un azul muy intenso, decorado por la
papada carmesí y la barriga blanca. Pió de nuevo y dio saltitos por
el alféizar, metiéndose en la habitación.
Roberta
se apresuró hacia la ventana, para que el pájaro no entrase. La
golondrina se asustó y en vez de salir volando hacia la calle, entró
pasando por encima de la cabeza de la muchacha. Ella se sobresaltó y
se llevó las manos a la cabeza dejando caer al suelo el té. El
platillo se desportilló y la taza rodó por la alfombra, vertiendo el
líquido aromático y violáceo. El pájaro voló por la habitación
enloquecido, dejando caer plumas por todo el cuarto, hasta que chocó
con la lámpara y cayó a un lado de la cama.
Roberta,
con el corazón a mil, esperó unos segundos mientras se recuperaba
del asombro y, a gatas, rodeó la cama hasta donde el pajarillo yacía
boca arriba y con las alas abiertas. Aún estaba vivo y su pecho
subía y bajaba con velocidad. Lo cogió por las patitas y lo llevó
hasta la ventana.
No
sabía qué hacer con él. Lo más probable era que se moriría, mas
no podía dejarlo caer porque acabaría siendo comida para los gatos.
Tampoco le parecía bien tirarlo a la basura. ¡Qué degradante!
Volvió
la mirada a donde se había caído la taza. La recogió. Todavía
quedaba un poco de té y los posos. Estaba frío. Observó con
pena al pájaro por última vez y le echó encima el líquido de
moras. El gorrión se quejó un poco al notar que lo mojaban. Roberta
esperó dos minutos. El pajarillo, poco a poco, fue recuperándose.
Cuando estuvo más espabilado, echó a volar y se marchó.
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