sábado, 3 de diciembre de 2011

Té verde y pelo rojo


Cogió un cazo del armario, lo puso al fuego y se preparó una infusión. Una infusión azul violácea en la que se podía ver el fondo de la taza.

Esta madrugada no bebió su ordinario café negro porque anoche aborreció a su cafetera parlante.
Resulta que le dijo que tuviese cuidado durante las mañanas frescas, ya que venían petirrojos de mil colores a posarse en sus orejas y le robaban sus circonitas. Le aconsejó que tirase la botella casi llena de leche semidesnatada, que llevaba en el frigo dieciocho meses. También le sugirió que dejara de morderse los nudillos hasta hacerse sangre mientras reflexionaba.

Y ella se lo tomó muy mal. Tan mal, que metió una pastilla de chocolate de postres troceada en un bol al microondas, les sirvió quinientos gramos de copos de maíz y estuvo comiendo hasta las once de la noche.

Le dio un sorbito al té. Miró el collar de estrellas grises que pendía del picaporte del armario de los platos fluorescentes. Hoy se lo iba a poner.

Cuando solo quedaban los posos verdes esmeralda, se levantó de la mesa y se fue a su cuarto a vestirse. Se puso una camiseta blanca con manchas marrones, chaquetilla vaquera de media manga vaquera y medias negras. Encima del panty, los pantalones negros cortos que no llegaban a tapar el tatuaje de su muslo, y botas moteras.

Cruzó el pasillo y entró en el baño. Frente al espejo, admiró su salvaje melena. Se pintó los labios rojos como su pelo y la raya de los ojos negra como el cabello natural que empezaba a asomar bajo el tinte.
Salió del piso con dinero en el bolsillo y el collar en la mano.

Anduvo durante tres horas hasta el centro de la ciudad. La gente iba atareada y estresada con sus móviles. Ella no. Ella caminaba lentamente y contemplando cómo sus botas aplastaban las baldosas. Iba en su mundo, el único lugar donde veía el cielo de color de rosa.

Por fin levantó la vista y halló un supermercado. En su mente saltó un interruptor.

Bamboleándose llegó al pasillo de las gominolas. La cajera, al verla sacar de la cestita tantas bolsas de chucherías, la miró sorprendida. “Asquerosa” pensó mi carismática chica.

Siguió paseando por las calles, parándose en todos los escaparates y quioscos. Se comió todas las chuches una a una.

El tiempo dio paso a la noche y ya se dirigía en dirección a su apartamento. Pero antes de volver a su fría casa con sus muebles llenos de polvo, se paró en un parque vacío. Allí, ni siquiera por el día, acudían ya niños.

Se subió a la barandilla que cercaba el recinto. Jugueteó con sus pies y empezó a sentirse algo parecido a bien.

Miró al cielo, donde las estrellas no eran hostiles con ella. Se dejó caer hacia atrás colgándose con las piernas y agarrándose a la baranda.

Iba a perdonar a la cafetera.

No hay comentarios: