Cogió un cazo del
armario, lo puso al fuego y se preparó una infusión. Una infusión azul violácea
en la que se podía ver el fondo de la taza.
Esta madrugada no bebió
su ordinario café negro porque anoche aborreció a su cafetera parlante.
Resulta que le dijo que
tuviese cuidado durante las mañanas frescas, ya que venían petirrojos de mil
colores a posarse en sus orejas y le robaban sus circonitas. Le aconsejó que
tirase la botella casi llena de leche semidesnatada, que llevaba en el frigo
dieciocho meses. También le sugirió que dejara de morderse los nudillos hasta
hacerse sangre mientras reflexionaba.
Y ella se lo tomó muy
mal. Tan mal, que metió una pastilla de chocolate de postres troceada en un bol
al microondas, les sirvió quinientos gramos de copos de maíz y estuvo comiendo
hasta las once de la noche.
Le dio un sorbito al
té. Miró el collar de estrellas grises que pendía del picaporte del armario de
los platos fluorescentes. Hoy se lo iba a poner.
Cuando solo quedaban
los posos verdes esmeralda, se levantó de la mesa y se fue a su cuarto a
vestirse. Se puso una camiseta blanca con manchas marrones, chaquetilla vaquera
de media manga vaquera y medias negras. Encima del panty, los pantalones negros
cortos que no llegaban a tapar el tatuaje de su muslo, y botas moteras.
Cruzó el pasillo y
entró en el baño. Frente al espejo, admiró su salvaje melena. Se pintó los
labios rojos como su pelo y la raya de los ojos negra como el cabello natural
que empezaba a asomar bajo el tinte.
Salió del piso con
dinero en el bolsillo y el collar en la mano.
Anduvo durante tres
horas hasta el centro de la ciudad. La gente iba atareada y estresada con sus
móviles. Ella no. Ella caminaba lentamente y contemplando cómo sus botas
aplastaban las baldosas. Iba en su mundo, el único lugar donde veía el cielo de
color de rosa.
Por fin levantó la
vista y halló un supermercado. En su mente saltó un interruptor.
Bamboleándose llegó al
pasillo de las gominolas. La cajera, al verla sacar de la cestita tantas bolsas
de chucherías, la miró sorprendida. “Asquerosa” pensó mi carismática chica.
Siguió paseando por las
calles, parándose en todos los escaparates y quioscos. Se comió todas las
chuches una a una.
El tiempo dio paso a la
noche y ya se dirigía en dirección a su apartamento. Pero antes de volver a su
fría casa con sus muebles llenos de polvo, se paró en un parque vacío. Allí, ni
siquiera por el día, acudían ya niños.
Se subió a la
barandilla que cercaba el recinto. Jugueteó con sus pies y empezó a sentirse
algo parecido a bien.
Miró al cielo, donde
las estrellas no eran hostiles con ella. Se dejó caer hacia atrás colgándose
con las piernas y agarrándose a la baranda.
Iba a perdonar a la
cafetera.
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