La princesa Serenade, con su largo cabello negro rizado y
encrespado, estaba harta de la vida de palacio.
Odiaba a los silenciosos y fríos mayordomos, a las sirvientas
que entraban con la mirada gacha a dejar las sábanas frescas de seda con olor a
rosas y a los cocineros que jamás añadían nuez moscada a sus platos.
Se aburría de pasear por los pasillos de trozos de mármol de
colores beige, verde y granate, que al pisarlos con sus bailarinas negras
hacían “tipi, tipi”. Un ruidito constante el andar de la joven futura reina que
sólo oían las lámparas de araña de luz amarillenta.
No comprendía que su armario caoba estuviese repleto de
lujosos trajes de fiesta y maravillosos conjuntos casuales, cuando ella
simplemente se ponía su ordinario vestido de tiro recto turquesa. Lo más
pintoresco que llevaba la princesita eran unas medias con dibujitos de
mecedoras de caballitos.
No quería montar a su poni alado. No tenía alas, evidentemente,
pero a ella sí se lo parecía con ese tono mostaza tan lindo y las manchas
blancas como las nubes. Claro que sí quería a Marcelo, pero no soportaba tener
que subirse encima de un animal. No le parecía justo para el caballo.
Para ella, el comedor era un espacio inútil y desperdiciado.
¿Con quién iba a charlar sobre cómo le había ido el monótono día si la persona
más cercana se situaba a quince metros? ¿Y los delicatesen que le ofrecían? El
único sabor que ella apreciaba era el de las golosinas, placer que le tenían
prohibido porque la sonrisa de una princesa debía ser blanca y luminosa.
La leche de cabra que le llevaban a su cama por las mañanas
estaba destinada a regar la hiedra que decoraba la torre sombría de princesita
durmiente en la que estaba encerrada. A Serenade le gustaba la leche condensada
disuelta en un poco de agua.
Con éstas y muchas razones más, abandonó la fortaleza color
salmón. Dijo adiós a las tejas cobalto y esmeralda, a las repisas de yeso y a
las fachadas de mármol. Les prometió que nunca volvería sino era para cubrirlas
de pan de oro.
Sus pies por primera vez pisaron la tierra. Era tan esponjosa,
que la euforia que sintió la hizo dar dos cabriolas y manchar por primera vez
su ropa de barro y sus manos de hierba. Del bolsito sacó un trozo de tela que
había cortado de la falda de uno de los horteras vestidos, y se limpió un poco
con él.
Atravesó la valla por la parte de atrás del palacio y se
adentró en el bosque. Se ruborizó al ver a las ardillas volar por encima de su
cabeza.
Tras veinte minutos de paseo, sus ojos grises vislumbraron el
precioso valle tan cercano a su grisáceo mundo y que ahora se extendía cuesta
abajo. Su boca de color miel entonó una expresión de sorpresa.
-¡Serenade! ¡SERENADE! –llamaban todos los criados con
desesperación y hartos de oír a la señora chillar “¡encontradla, encontradla!
¡Un lobo se la ha comido! ¡Habrá entrado del bosque al jardín y se la ha
comido! ¡Encontradla!”. Las faldas de encaje blanco revoloteaban por los
pasillos abriendo cada puerta y las levitas de los atuendos masculinos subían y
bajaban escaleras.
Aquellas casitas que recordaban a setas, ya que sus tejados eran
como los sombrerillos de las amanitas, con los topos blancos y todo, estaban pintadas
de tonos aguamarinos. Eran chocantes y monas.
Animales de granja, cabritos, gallinas, conejos, paseaban con
total libertad entre las calles de aquella pequeñísima villa. Los niños jugaban
con los niños, y las mujeres y hombres charlaban vivazmente.
Serenade lo miraba todo con ojos muy abiertos: las castañas y
los boniatos asados, los grandes telares, las ciruelas y las manzanas… Era un
maremágnum de olores y ruidos.
Se fijó en dos niños de su edad con idéntico color de pelo,
rojo fuego, y mismas pecas, nariz chata y cara rechoncha y alegre. Ambos
portaban un montón de juncos frescos. Los chicos se percataron de la niña que
los observaba. Después de pasar un minuto lanzándose miradas, los mellizos
decidieron saludarla.
-Hola.
-Hola. –Contestó secamente.
-¿Te gustan los juncos?
-Son bonitos.
-Vamos a dejar éstos en casa y a recoger más, ¿quieres venirte?
Asintió un par de veces y los siguió. Llegaron hasta el lago.
La damita se sorprendió al verlo. No sólo por lo grande que era, sino también
por el color. Era como si se hubiese caído en él el pedacito de acuarela rojo.
¿Cómo no pudo verlo desde su castillo? Y cayó en la cuenta de que el ventanal
de su torre estaba orientado, precisamente, en el sentido opuesto a la
pintoresca villa. Genial, o que el destino quería darle una espléndida sorpresa
o que acababa de luchar contra él.
Los hermanos se agacharon a la orilla y empezaron a arrancar
juncos. Ella los imitó, pero cuando la otra niña se dio la vuelta y la vio le
dijo:
-¡No, no! ¡Lo estás haciendo mal! Así les rompes las raíces.
Mira cómo se cogen. –Y le hizo una demostración. Serenade lo intentó y lo hizo aún
peor que antes. - ¡Ay, Dios! A ver… mejor te damos los que vayamos cogiendo,
¿vale? –La agarró de las muñecas y le extendió los brazos.
Al poco, la princesita tenía los brazos cargados de juncos y
le temblaban, no podía sostenerlos más. Los niños se dieron cuenta y volvieron
con ella a casa.
-¿Por qué vivís en una seta gigante?
Se miraron el uno al otro estupefactos buscando algún sentido
a la pregunta. Se echaron a reír. Soltaban tales carcajadas que sus pechos de
contraían de forma salvaje. La princesa estaba asustada al verlos tirados por
el suelo.
En esto, salió una mujer de la casa y quiso saber cuál era el
motivo de las risas. Los niños, sin poder dar respuesta, la señalaron. La mujer
la miró, la princesa se ruborizó y la madre le sonrió.
-No eres de aquí, ¿verdad? ¿Tienes hambre? Pasa, la comida
está casi lista.
Un aroma delicioso de calabaza, judías, tomillo e incluso
narcisos llenaba el hogar.
Su naricilla, parecida a un cristal de azúcar, olfateó que
estar en el dormitorio de los niños era como estar rodeada de la cáscara de un
limón, y que la habitación de los padres olía a un incienso relajante con un
toque agrio.
Comieron en una mesa redonda y en la que apenas cabían los
cinco. Charlaban, arañaban los platos con los cubiertos, cogían la comida con
las manos… El padre cortaba rebanadas de pan con su navaja y las iba pasando.
Eso es una familia, y el primer adjetivo que le atribuía la princesa era
“ruidosa”.
En el palacio ya habían pasado a buscar por el jardín.
Levantaban cada roca, rodeaban cada haya y removían cada helecho sin parar de llamar
a Serenade.
-¡Inútil buscar entre los hierbajos! Comprobad los barrotes
de la valla gris, seguro que hay algún mechón tintado de carmín. ¡El lupus se
la llevó en la boca! Destrozó sus manoletinas con sus garras y se marchó.
¡Buscad eso! ¡Las francesitas babeadas!
Y como los criados no la podían discutir, así hicieron.
La siesta fue extraña para Serenade. Nunca había dormido
después de comer. Pero la apaciguada casa y ese silencio vivo en ella, que no
se parecía nada al silencio muerto de los pasillos del castillo, hicieron que
cerrara los ojos con la sensación de estar arropada en una nube con el cabello
de los ángeles, el pelo de la niña, rozándole las mejillas.
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