Ya no me pongo medias. Las he dejado en el cajón de la ropa interior; tenían agujeros y carreras de llevarlas toda la temporada, pero no me he dignado a tirarlas; las he dejado allí, en el cajón.
Me miro las piernas, blancas y largas, y me digo que el verano ya está aquí; que es tiempo de sombras de ojos brillantes y lipgloss. Que, dentro de nada, sólo me secaré el pelo con la toalla y que no necesitaré base de maquillaje. Me digo, "pronto te pondrás el bikini y este año te gustará más verte con él". "Te tirarás en la arena a mirar como tu piel se broncea". "Mirarás el agua y dejarás que tu mente se mezca al ritmo de las olas". Del armario, visto una falda vaquera y una chaqueta también de tela vaquera. Miro en su interior, y todo son camisas de gasas de tonos fosforitos y prendas vaqueras.
Pero sé que me quedaré encerrada: mirando por la ventana cuánto calor hace fuera. Que no saludaré a las gaviotas, ni a los cangrejos ni a las algas. Nunca cojo color en la playa y no me pinto las uñas de colores. Mierda, ni siquera salgo de debajo de la sombrilla. Me quedo sentada en la esterilla, cubriéndome el cuerpo con un vestido de playa, el pelo con un pañuelo y los ojos con las gafas de sol más grandes que encuentro. Me abrazo las rodillas y veo a los críos correr y salpicar agua. Deseando que llegue el invierno antes de que empiece el verano. Jamás me haré esas mechas de fantasía, no luciré ese tatuaje ni ese pirçing. Sólo la piel blanca como la nácar, la cual debo proteger del sol porque su lametón me produce picores. No viajaré a Granada. No volveré a pisar con mis sandalias con abalorios la Plaza de las Flores. No subiré por el Paseo de los Tristes para comprarme unos pantalones hippies. Tampoco le compraré a los moros unas babuchas. Cojo un puñado de arena y me encuentro con que está llena de colillas. Entonces me grito a mi misma: "odio esta arena sucia, odio el calor, odio el verano".
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