Aquella fue la noche más fría de todo
el invierno. El fuego de la chimenea ya se había extinguido y no me
quedaban más troncos dentro de la casa. Me quedé en el colchón, tapada
por todas las mantas de piel de ciervo que tenía. Mi mirada se quedó
fija en la vacía pared que, con la oscuridad, lucía llena de
sombras. Sombras que danzaban y me recordaban a mis compañeros;
todos caídos, todos muertos.
Pero el frío seguía acuchillandome y
me vi obligada a salir a la tempestad a por más madera. Di la vuelta
a la cabaña y llegué al pequeño cobertizo con la leña apilada.
Con varios troncos acomodados en mis brazos, me percaté de algo
negro que coronaba la cima: un cuervo. El pájaro se había congelado
y ahora, tieso, servía como decoración. Al inspeccionarlo mejor, me
fijé en que no tenía dos, sino tres ojillos que me acechaban,
quietos para siempre.
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