Miranda se sentó en la repisa. El calor era sofocante y el único sitio donde había un poco de brisa era ahí. Por eso, los días de verano, la chica ensayaba guitarra en la ventana y en el vencindario, en silencio, sólo se oían los ecos de sus melodías. Una vez, un muchacho que pasaba por su calle le preguntó si no temía caerse. Ella le negó con la cabeza sin parar de tocar.
Más o menos, a cada hora, paraba la danza de sus dedos y hacía un breve descanso para apartarse el pelo, porque las puntas de sus rizos le hacían cosquillas en los hombros, y para bajarse las perneras de los pantalones cortos de algodón. Bebía un trago de té helado y continuaba.
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