viernes, 19 de junio de 2015

Dos MR sobre piropos lanzados desde coches


MR nº 13
Marta arrastraba su maleta. Odiaba ir cargada de esa manera, pero era lo que tocaba, ¿no? Llegó al sitio donde había quedado con Andrés y se sentó en la acera a esperarle. Mientras fumaba, se distrajo mirando los bajos de su camisa de flores. Había sido un regalo de su madre: de fondo blanco con rosas rojas y violetas.

No oyó al coche pararse y cuando le hablaron no reaccionó de inmediato. Era un Mercedes descapotable blanco con dos chicos jóvenes. Le preguntaron que si quería que la llevaran a algún sitio. Marta, por la sorpresa, sólo pudo negar con la cabeza. Los muchachos le sonrieron y siguieron su camino. "¡Pero qué tíos más raros!", pensó Marta.

Por fin llegó Andrés con su pequeño Ford gris. Se dieron un par de besos y él la ayudó con la maleta.




MR nº 23
Elena esperaba a Martín en la esquina de la calle. Habían quedado en que la recogería con el coche.

 Miraba su móvil cuando pasó un pequeño coche negro. En él iban cuatro muchachos que llevaban las ventanillas bajadas y caras de tontos. Al pasar, el vehículo aminoró la marcha, y el que iba de copiloto le soltó un “¡guapa!” que resonó en toda la calle.

La muchacha, sobresaltada, levantó la mirada de la pantalla y la volvió a bajar en un intento de ignorarlos.

El coche pasó y al poco llegó Martín, que se apeó a por su equipaje.




viernes, 5 de junio de 2015

Los pájaros grises (MR nº 10)


Sus rasgos eran ordinarios; a excepción de unos ojos grises, a los que parecía que les habían hecho dos agujeritos y la tinta se había derramado, decorados por un ribete dorado de lápiz de maquillaje. 

Caminaba con pesadez, sin pensar en nada y sin mirar al frente. Sólo observaba la tierra cubierta de hojarasca y hierbas. Oyó a algún animalillo corretear. Se fijó mejor y descubrió a un pajarillo que más bien parecía un cuervo enano. Sus plumas eran negras, pero no brillaban, parecían desteñidas. Y lo más interesante: tal como ella hacía con el delineador dorado, el ave resaltaba su carencia de belleza con un hermoso pico naranja. Aquel intenso tono butano resaltaba entre tanto negror. La chica no apartó la mirada hasta que el pájaro la interrogó con sus ojillos vidriosos.

miércoles, 15 de abril de 2015

Sobre enfermedades en las mariposas de la seda, un investigador japonés e insecticidas microbiológicos


Las mariposas estaban tristes. El muchacho las veía desde su ventana. Caían de las ramas de la morera al suelo. Se quedaban estupefactas por el impacto y, al rato, intentaban echar a volar, extendiendo y plegando las alas. También caminaban desorientadas entre la hierba, moviendo las patas pesadamente. Por último, cerraban los ojitos por el cansancio y se quedaban muy quietas.  Su cuerpo era deshecho por la hormigas, que se llevaban pedacitos del tórax para sus reservas de invierno.  Las orugas en cambio se retorcían sin parar.

El muchacho salió al patio. Se acercó al pie de la morera, intentando no pisar las mariposas recién caídas. Miró hacia arriba, las hojas y las moras estaban intactas, pero en algunas ramas había un polvillo blanco y denso. 

Dos días después, llegó a la zona un hombre con un traje de lino blanco. Al muchacho le encargaron acompañarle a las moreras del pueblo, para enseñarle el polvillo extraño que había encontrado. El investigador recogió de varios árboles muestras de aquel polvo con un bastoncillo y se marchó sin dar explicaciones a los vecinos preocupados por la producción de su seda. 

1901, Shigetane Ishiwata vio en su laboratorio que aquel polvo era en realidad una colonia de bacilos. A aquellos microorganismos que estaban causando la repentina muerte de Bombyx mori los llamó Sottokin, "sudden death bacillus". Ishiwata observó que la patología no se debía sólo a la ingesta del bacilo, sino que éste producía un toxina. 

El investigador no completó la caracterización de la toxina. Catorce años después, en Alemania, el biólogo Ernst Berliner describió al microorganismo como Bacillus thuringiensis, el cual estaba afectando a las polillas de la harina, Anagasta kuehniella




Referencia: Bacillus thurigiensis Biotechnology, chapter 1.2. (Google books: https://books.google.es/books?id=9Id8AT4IDgoC&lpg=PA4&ots=HetdMxBvbm&dq=ishiwata%201901&hl=es&pg=PP1#v=onepage&q&f=false)



sábado, 21 de marzo de 2015

La lluvia y los pájaros

Hoy ha amanecido lloviendo. Los gorriones no han podido salir de sus nidos. Como no he oído su gorjeo, no me he levantado de la cama. Más tarde me ha despertado el gato, maullando, porque no podía salir a pasearse y porque echaba de menos a los pájaros.

domingo, 22 de febrero de 2015

Rojo purpúreo


Durante la tarde que precede a un día ventoso, las nubes se vuelven de color naranja
En el fondo del río Tinto (Huelva) viven las rhodobacterias, capaces de metabolizar el azufre; y tiñen el agua y la tierra de color vino. En la bahía de San Francisco están las balsas de evaporación de las que se obtiene sal y su color rojo purpúreo se debe fundamentalmente a las bacterioruberinas y la bacteriorrodopsina de una arquea. Por otra parte, los egipcios no se pueden bañar en las aguas del lago Hamara por las deposiciones de natrón.
Pisar el suelo cristalizado de la cuenca del Valle de la Muerte, la zona más seca y caliente de Norteamérica. Visitar el desierto salado de Chile y deshacer con los dedos un puñado de sal. Pisar descalzo el Gran Lago Salado de Utah.
La quietud de la noche, cuando sólo pasean los murciélagos, los búhos y las polillas.





jueves, 5 de febrero de 2015

Los microorganismos de las aguas III - Las cianobacterias

 Tolypothrix vista al microscopio.

El color favorito de Marta era el azul claro, así que todo lo que fuera de ese color le entusiasmaba: los vestidos azul pastel, el papel de regalo cyan, el cielo, BMO, el gorro de lana celeste que le regaló su madre, las paredes de su cuarto... ¡hasta las bacterias azules!

¿Cuántos seres vivos hay que sean azules como las cianobacterias? Su pigmento, la ficocianina, debía relucir como el zafiro dentro de cada cianofícea. Alineadas, formaban largos filamentos rayados, como finas cintas verde azuladas.


A Marta le gustaría poder verlas. Iba a los estanques a buscarlas, pues sabía que vivían en aguas dulces, y se quedaba mirando muy fijamente el agua para poder detectar alguna oscilación que le indicase que allí había alguna cianobacteria moviéndose.


Pigmento ficocianina



miércoles, 28 de enero de 2015

Los microorganismos de las aguas II - Las bacterias púrpuras del azufre


Foto de mi querido Adrián Vallesa, autor de "La moral relacionada con la metafísica".

Por fin llegaron a Huelva. El deseo de Andrea por visitar el río Tinto había a arrastrado a Antonio, quien accedió sólo por acompañarla. El viaje en autobús desde Santiago había sido agotador, pero merecía la pena para ver lo ilusionada que estaba ella: las puntas de su pelo rubio, que asomaban por debajo de su gorro mostaza de lana, le acariciaban las mejillas, hinchadas por la radiante sonrisa.

Caminando por el monte de camino al río, Andrea le repitió una y otra vez que echase muchas fotos. Antonio asentía sin decir nada, con la Canon colgada por la correa y apoyada sobre sus brazos cruzados (así no le pesaba tanto).

Andrea se paró de repente. Ya veían las aguas rojizas con reflejos purpúreos. Era impresionante. Parecía que las rocas se habían teñido de naranja por el contacto del agua, que fluía a buena velocidad.

Antonio se quedó maravillado. Se volvió a Andrea, para agradecerle por traerlo a aquel paraíso color vino. Pero no pudo decir nada, los ojos de Andrea estaban fijos en el río. A punto de derramársele las lágrimas, le brillaban los ojos con un tono rojizo. 

Entonces se acordó de una clase con su maestro de Ciencias Naturales, hace por lo menos treinta años ya,  en la que explicó que existían unas bacterias, las sulfobacterias fotosintéticas, con esta coloración tan peculiar.



Los mircroorganismos de las aguas I - Los actinomicetos

Beatriz, con su gorro de lana color cereza, sus leggins grises y sus botas de montaña verdes, caminaba por el bosque. Iba concentrada en el ruido que hacían las tirillas de la cremallera de su mochila negra al entrechocarse. 

Había salido de su casa en cuanto paró de llover. El olor a pino era maravilloso y el silencio la relajaba. Le gustaba tocar las hojas de los árboles y que se le mojaran las palmas de las manos. Se les habían congelado, así que las metió en los bolsillos de la parka. Sus pisadas removían la tierra, y ascendía hasta ella el aroma tan particular de la geosmina, a tierra húmeda.

Había aprendido de sus libros de Microbiología, Botánica y Micología que las geosminas las producían los estreptomicetos. Ella se los imaginaba entre el barro; grupos de millones de bacterias, como si se hubiesen reunido para celebrar una fiesta; todos muy alargados, como si fuesen cadenas de bolitas de algodón, de color blanco azulado.

Le gustaría poder cultivarlos en su casa. Despejaría la habitación que sólo usaban para meter trastos en casa e instalaría allí sus placas para obtener antibióticos de los estreptomicetos. 

Llegó hasta su rincón del bosque, donde había una gran roca cubierta de musgo. Se sentó allí a descansar y aspiró, cerrando los ojos, aquel aire fresco. 


Colonia de Streptomyces coelicolor


Micrografía electrónica del mismo actinomiceto.