Allí estaba la bestia, por fin, en la boca de su cavernosa vivienda. No podía correr ni gritar, eso no era propio de valientes guerreros. Levantó el brazo y lo dobló por encima de su cabeza, sacando su espada. Jamás había brillado tanto la gema de la empuñadura: un fucsia intenso, no, un púrpura incandescente, no, un azul profundo.
Una vez, cuando era pequeña su padre le contó que tuvo que luchar con la criatura más maléfica de todo el continente. Le dijo que lo que nunca olvidaría no sería el putrefacto aliento del monstruo en su cara, sino cómo brillaba la drusa de su espada.
Levantó la espada de su padre y se vió reflejada en el filo. Por detrás de su reflejo venía la fiera: cada paso hacía temblar la tierra y la cola arrancó un árbol que había en la entrada de la cueva. Podía oír como los animales del bosque huían hacia las montañas. Los conejos chillaban y los ciervos brincaban varios metros. Los topos arrancaban la tierra desesperados.
El Sol arrancó un destello de la gema que fue a parar a la pupila del dragón. Sus ojos atigrados se quedaron mirando fijamente la espada. El dragón de había detenido. Sylvia estaba atónita: movió su empuñadura hacia un lado y luego a otro. Los ojos del dragón la siguió obedientemente. Apoyó la hoja de la espada en la hierba. La criatura empezó a bajar su largo cuello hasta apoyar su cabeza en el suelo. Ella cayó de rodillas y se acercó a gatas hasta él.
Se atrevió a poner la mano sobre la inmensa cabeza. Al acariciarlo se cortó la palma de la mano con una escama. No le importó. Se puso de pie y se acercó hasta su cuello. Notaba como latía su corazón.
Se subió a su lomo pero no tenía donde agarrarse. Desenrolló la cuerda que llevaba en el cinturón y la pasó alrededor del cuello. Se lió bien los extremos en las manos. Admiró cómo las robustas patas levantaban al animal y cómo se coordinaban para hacer correr a ese descomunal animal.
Durante el despegue cerró los ojos y no fue capaza de abrirlos hasta que no notó al dragón volar con velocidad constante, manteniéndose sólo con la fuerza de sustentación. Sus cortos cabellos rojizos del flequillo le azotaban la frente y la cuerda empezaba a empaparse de sangre. Sólo podía pensar que si, quizás, el monstruo subiera un poco más alto, podría alcanzar a su padre.
"If I'm lost, please, don't find me!" -Crystal Castles "Todo esto resulta tan descabellado que a un psicólogo se le haría la boca agua." -Stieg Larsson
martes, 31 de diciembre de 2013
lunes, 30 de diciembre de 2013
Rikuou
¿Cuál es la presión que ejercen mis sentimientos por él si mi cabeza está 50 cm por encima del corazón y la presión necesaria para que la sangre fluya por mi cerebro es 60
mmHg (densidad de la sangre 1'013·103 kgm-3)?
Himura Rikuou
martes, 24 de diciembre de 2013
lunes, 9 de diciembre de 2013
La desesparación roe los huesos de Ana
The Little Voices
depression sitting at the left corner. ana sitting beside depression. binging-mia at the fridge. anxiety crying at left (down) corner. self-harm/cutting whispering to me, persuading me.
Las sábanas empezaban a agobiarla. ¿Hacía calor esa noche o sólo lo sentía ella? No daba más que vueltas y vueltas en la cama hasta no saber ni dónde estaba. Se incorporó, pero la cabeza se le balanceaba sin control. Estaba mareada y no iba a atinar a encender la lamparita de noche. Sacó las piernas de debajo de la manta y se levantó. Caminaba arqueada en la oscuridad. No recuperó fuerzas hasta que llegó al baño. Encendió la luz y llegó al retrete pasando de largo el espejo. No quería mirarlo y llevarse una sorpresa de madrugada porque no tenía la cabeza para descubrir los monstruos que podrían estar acechándola allí.
No podía volver a la cama. Entró en la cocina y se sentó bajo el pálido foco. Lloró desconsoladamente.
sábado, 5 de octubre de 2013
En busca del Sol IV
En busca del Sol:
El muchacho del majestuoso poema japonés.
Motohiro no hablaba mucho. Más bien sólo observaba con cara de malhumorado cual Grumpy Cat. Por eso, amigablemente y a sus espaldas, sus amigos de caravana lo llamaban "Motogrumpy".
Su colmo era, naturalmente, la "Sin-nombre". O también denominada "su antítesis". Puesto que no existían dos personas más opuestas: reservado y cauteloso; ruidosa, agobiante, testaruda, irritante, impulsiva, infantil a más no poder y ¡ah!, ¡irritante! Era digno de admiración que Motohiro no dijera ni una palabra ante su sola presencia. Y aún más cuando ella lo picaba intencionadamente. "Sin-nombre" le había cogido manía. No podía soportar su tranquilidad cuando se sumergía en su libreta de poemas.
Poseía un extenso poemario en tapa dura, con un buen capítulo dedicado a Ono no Komachi y otros. A Saito Sanki, Kawabata Bosha ("que los pantalones le hacen bocha", era una de las bromitas de "Sin-nombre"), Nagata Koi e Hino Sojo, entre otros. Es más, él escribia su propia poesía. Bellos versos fluían a modo de tinta, pero jamás acabados. Jamás terminados puesto que siempre les faltaba la palabra final. La palabra que concluiría el poema y que dejaría al lector con un regusto dulce e intenso en la boca.
En tormentoso sueño
me desperté
y la vi a mi lado.
de haber sabido que era un sueño
yo jamás me hubiera
(traducción del japonés; estrofa extraída de la libreta personal de Motohiro)
En busca del Sol III
En busca del Sol:
Los
trastos de mi caravana
De pequeño Jack no soñaba con ser un guerrero del zodíaco o
un pirata, ni con montar a lomos de un dragón y conquistar la galaxia. Él
deseaba algo más mundano, algo de todos los días. Quería llegar hasta el Sol.
Para ello, una vez que cumplió los veinte años, preparó su
caravana: pantalones, calzoncillos, botas y sus cachivaches. Trastos como su
despertador con forma de Stormtrooper de Star Wars, el póster de la última gira
de los Kiss y su prisma. A estos enredos se le reunieron otros que fue
recolectando a lo largo de su viaje. Como la langosta con sombrero mexicano y
camiseta del “Gury’s Tacos”. La divertida (o ridícula, según opiniones)
langosta fue un obsequio por zamparse tres burritos y cuatro tacos acompañados
generosamente de chili. También le dieron una camiseta idéntica a la de la
mascota, sólo que de “tamaño humano” y no “tamaño langosta”. Claro que la tuvo
que tirar tres meses después debido al consejo de una vieja novia que ahora no
viene a cuento y a una horrorosa mancha de salsa tártara en otro restaurante tampoco
digno de mencionar. En fin.
Así, la parte trasera de la caravana de Jack iba llenándose
de trastos. Y de gente. Puesto que durante su camino conocía a otros chicos con
increíbles metas como la suya… Además, estos acompañantes se iban contagiando
del espíritu de Jack. Ese impulso “ladygagiano”
terminaría convirtiéndose en una pasión común, el Sol.
En busca del Sol II
En busca del Sol:
El prisma
Jack tenía
un objeto muy preciado desde que era un niño. Con tantos años, que casi ni se
acordaba del día que se lo dieron. Se lo dio su abuela, fallecida hace tres
años dos semanas y tres días. Su querida abuela, con su pelo blanco, corto y
con la permanente, tal como cualquier abuelita que se precie. Era un prisma.
Una pirámide de plástico trasparente y de unos seis centímetros de altura.
Y le dijo su abuela Maricruz: “Aquí dentro guardo algo muy preciado de mi viaje al Sol”. Ella bromeaba, pero Jack era un niño de tres añitos que se lo tomaba todo muy en serio, algo que seguía haciendo veinte años después. Jack cogía aquel tesoro por la base, con las yemas de los dedos en los vértices. Le gustaba como los picos de hundían levemente en la piel y como el prisma arrojaba luz sobre su cara. A continuación, lo apoyaba sobre su palma y lo observaba. Lo estudiaba con tal atención…queriendo penetrar con la mirada el prisma para vislumbrar aquello que encerraba…
Su abuela lo cogió y lo elevó, para que los rayos que entraban por la ventana lo atravesaran. Así le desveló el secreto que perseguiría a Jack durante tantos años: aquello que la abuela se trajo de su viaje al Sol era un rayo de múltiples colores o algo que lo invocaba o... no sabía qué… No importaba… porque eso era lo que “Jakesy” (Maricruz lo llamaba así) iba a descubrir por sí mismo.
En su libreta mental de investigación, el pequeño Jack apuntó que aquella siniestra y maravillosa luz multicolor recorría la moqueta, pasaba por encima de su zapatilla izquierda y subía por la pared hasta perderse en el universo paralelo del techo.
Y le dijo su abuela Maricruz: “Aquí dentro guardo algo muy preciado de mi viaje al Sol”. Ella bromeaba, pero Jack era un niño de tres añitos que se lo tomaba todo muy en serio, algo que seguía haciendo veinte años después. Jack cogía aquel tesoro por la base, con las yemas de los dedos en los vértices. Le gustaba como los picos de hundían levemente en la piel y como el prisma arrojaba luz sobre su cara. A continuación, lo apoyaba sobre su palma y lo observaba. Lo estudiaba con tal atención…queriendo penetrar con la mirada el prisma para vislumbrar aquello que encerraba…
Su abuela lo cogió y lo elevó, para que los rayos que entraban por la ventana lo atravesaran. Así le desveló el secreto que perseguiría a Jack durante tantos años: aquello que la abuela se trajo de su viaje al Sol era un rayo de múltiples colores o algo que lo invocaba o... no sabía qué… No importaba… porque eso era lo que “Jakesy” (Maricruz lo llamaba así) iba a descubrir por sí mismo.
En su libreta mental de investigación, el pequeño Jack apuntó que aquella siniestra y maravillosa luz multicolor recorría la moqueta, pasaba por encima de su zapatilla izquierda y subía por la pared hasta perderse en el universo paralelo del techo.
Queridos dd.ll., lean el primer relato de esta serie. Lo encontraran en el archivo, o navegando por las entradas antiguas del blog.
martes, 5 de febrero de 2013
Las bailarinitas de la princesa Serenade
La princesa Serenade, con su largo cabello negro rizado y
encrespado, estaba harta de la vida de palacio.
Odiaba a los silenciosos y fríos mayordomos, a las sirvientas
que entraban con la mirada gacha a dejar las sábanas frescas de seda con olor a
rosas y a los cocineros que jamás añadían nuez moscada a sus platos.
Se aburría de pasear por los pasillos de trozos de mármol de
colores beige, verde y granate, que al pisarlos con sus bailarinas negras
hacían “tipi, tipi”. Un ruidito constante el andar de la joven futura reina que
sólo oían las lámparas de araña de luz amarillenta.
No comprendía que su armario caoba estuviese repleto de
lujosos trajes de fiesta y maravillosos conjuntos casuales, cuando ella
simplemente se ponía su ordinario vestido de tiro recto turquesa. Lo más
pintoresco que llevaba la princesita eran unas medias con dibujitos de
mecedoras de caballitos.
No quería montar a su poni alado. No tenía alas, evidentemente,
pero a ella sí se lo parecía con ese tono mostaza tan lindo y las manchas
blancas como las nubes. Claro que sí quería a Marcelo, pero no soportaba tener
que subirse encima de un animal. No le parecía justo para el caballo.
Para ella, el comedor era un espacio inútil y desperdiciado.
¿Con quién iba a charlar sobre cómo le había ido el monótono día si la persona
más cercana se situaba a quince metros? ¿Y los delicatesen que le ofrecían? El
único sabor que ella apreciaba era el de las golosinas, placer que le tenían
prohibido porque la sonrisa de una princesa debía ser blanca y luminosa.
La leche de cabra que le llevaban a su cama por las mañanas
estaba destinada a regar la hiedra que decoraba la torre sombría de princesita
durmiente en la que estaba encerrada. A Serenade le gustaba la leche condensada
disuelta en un poco de agua.
Con éstas y muchas razones más, abandonó la fortaleza color
salmón. Dijo adiós a las tejas cobalto y esmeralda, a las repisas de yeso y a
las fachadas de mármol. Les prometió que nunca volvería sino era para cubrirlas
de pan de oro.
Sus pies por primera vez pisaron la tierra. Era tan esponjosa,
que la euforia que sintió la hizo dar dos cabriolas y manchar por primera vez
su ropa de barro y sus manos de hierba. Del bolsito sacó un trozo de tela que
había cortado de la falda de uno de los horteras vestidos, y se limpió un poco
con él.
Atravesó la valla por la parte de atrás del palacio y se
adentró en el bosque. Se ruborizó al ver a las ardillas volar por encima de su
cabeza.
Tras veinte minutos de paseo, sus ojos grises vislumbraron el
precioso valle tan cercano a su grisáceo mundo y que ahora se extendía cuesta
abajo. Su boca de color miel entonó una expresión de sorpresa.
-¡Serenade! ¡SERENADE! –llamaban todos los criados con
desesperación y hartos de oír a la señora chillar “¡encontradla, encontradla!
¡Un lobo se la ha comido! ¡Habrá entrado del bosque al jardín y se la ha
comido! ¡Encontradla!”. Las faldas de encaje blanco revoloteaban por los
pasillos abriendo cada puerta y las levitas de los atuendos masculinos subían y
bajaban escaleras.
Aquellas casitas que recordaban a setas, ya que sus tejados eran
como los sombrerillos de las amanitas, con los topos blancos y todo, estaban pintadas
de tonos aguamarinos. Eran chocantes y monas.
Animales de granja, cabritos, gallinas, conejos, paseaban con
total libertad entre las calles de aquella pequeñísima villa. Los niños jugaban
con los niños, y las mujeres y hombres charlaban vivazmente.
Serenade lo miraba todo con ojos muy abiertos: las castañas y
los boniatos asados, los grandes telares, las ciruelas y las manzanas… Era un
maremágnum de olores y ruidos.
Se fijó en dos niños de su edad con idéntico color de pelo,
rojo fuego, y mismas pecas, nariz chata y cara rechoncha y alegre. Ambos
portaban un montón de juncos frescos. Los chicos se percataron de la niña que
los observaba. Después de pasar un minuto lanzándose miradas, los mellizos
decidieron saludarla.
-Hola.
-Hola. –Contestó secamente.
-¿Te gustan los juncos?
-Son bonitos.
-Vamos a dejar éstos en casa y a recoger más, ¿quieres venirte?
Asintió un par de veces y los siguió. Llegaron hasta el lago.
La damita se sorprendió al verlo. No sólo por lo grande que era, sino también
por el color. Era como si se hubiese caído en él el pedacito de acuarela rojo.
¿Cómo no pudo verlo desde su castillo? Y cayó en la cuenta de que el ventanal
de su torre estaba orientado, precisamente, en el sentido opuesto a la
pintoresca villa. Genial, o que el destino quería darle una espléndida sorpresa
o que acababa de luchar contra él.
Los hermanos se agacharon a la orilla y empezaron a arrancar
juncos. Ella los imitó, pero cuando la otra niña se dio la vuelta y la vio le
dijo:
-¡No, no! ¡Lo estás haciendo mal! Así les rompes las raíces.
Mira cómo se cogen. –Y le hizo una demostración. Serenade lo intentó y lo hizo aún
peor que antes. - ¡Ay, Dios! A ver… mejor te damos los que vayamos cogiendo,
¿vale? –La agarró de las muñecas y le extendió los brazos.
Al poco, la princesita tenía los brazos cargados de juncos y
le temblaban, no podía sostenerlos más. Los niños se dieron cuenta y volvieron
con ella a casa.
-¿Por qué vivís en una seta gigante?
Se miraron el uno al otro estupefactos buscando algún sentido
a la pregunta. Se echaron a reír. Soltaban tales carcajadas que sus pechos de
contraían de forma salvaje. La princesa estaba asustada al verlos tirados por
el suelo.
En esto, salió una mujer de la casa y quiso saber cuál era el
motivo de las risas. Los niños, sin poder dar respuesta, la señalaron. La mujer
la miró, la princesa se ruborizó y la madre le sonrió.
-No eres de aquí, ¿verdad? ¿Tienes hambre? Pasa, la comida
está casi lista.
Un aroma delicioso de calabaza, judías, tomillo e incluso
narcisos llenaba el hogar.
Su naricilla, parecida a un cristal de azúcar, olfateó que
estar en el dormitorio de los niños era como estar rodeada de la cáscara de un
limón, y que la habitación de los padres olía a un incienso relajante con un
toque agrio.
Comieron en una mesa redonda y en la que apenas cabían los
cinco. Charlaban, arañaban los platos con los cubiertos, cogían la comida con
las manos… El padre cortaba rebanadas de pan con su navaja y las iba pasando.
Eso es una familia, y el primer adjetivo que le atribuía la princesa era
“ruidosa”.
En el palacio ya habían pasado a buscar por el jardín.
Levantaban cada roca, rodeaban cada haya y removían cada helecho sin parar de llamar
a Serenade.
-¡Inútil buscar entre los hierbajos! Comprobad los barrotes
de la valla gris, seguro que hay algún mechón tintado de carmín. ¡El lupus se
la llevó en la boca! Destrozó sus manoletinas con sus garras y se marchó.
¡Buscad eso! ¡Las francesitas babeadas!
Y como los criados no la podían discutir, así hicieron.
La siesta fue extraña para Serenade. Nunca había dormido
después de comer. Pero la apaciguada casa y ese silencio vivo en ella, que no
se parecía nada al silencio muerto de los pasillos del castillo, hicieron que
cerrara los ojos con la sensación de estar arropada en una nube con el cabello
de los ángeles, el pelo de la niña, rozándole las mejillas.
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